Siempre
que se juntaban, saltaban chispas. Raro de entender que sus jefes aún les
siguieran encargando los mismos proyectos.
En el fondo sabían que eran los mejores en lo
suyo, capaces de vender cualquier campaña publicitaria al más obcecado de los
empresarios, y eso era bueno para la agencia, pero el costo era alto.
Eso
es lo que sucede cuando se intenta juntar dos personas con tanto carácter. Tan
iguales, en principio, y sin embargo tan distintas. Quizá eso les hacia ser un
combo perfecto, complementándose, supliendo las carencias el uno al otro,
aunque eso fuese algo que ninguno de los dos sería capaz de reconocer.
Roberto
era lo que podríamos llamar un “profesional íntegro”. Un hombre afable, con
aspecto simpático, pero terco en sus decisiones.
Tenaz
y trabajador al máximo y de gran inteligencia e intuición, de ideas fijas, al
que le faltaba quizá un punto de creatividad que ella completaba a la
perfección.
Eva
era una mujer sensualmente inteligente, más joven que él, discreta y modesta, pero firme y
segura del papel que jugaba en la empresa. Eso a Roberto le molestaba de
sobremanera.
Tenía
que vérselas con demasiados hombres y eso le había creado mecanismos de defensa
dignos del mejor acorazado. Con alto poder de convicción.
Ambos
profesionales tenían ideas geniales, autenticas bombas publicitarias de esas
que dejan huellas, pero no se soportaban, eran incapaces de pasar un rato junto
sin acabar discutiendo por la razón más nimia. Todos lo sabían en la oficina y
ellos tampoco hacían nada por intentar disimularlo.
Jamás
se sentaban juntos a no ser que fuera imprescindible. No se los veía mantener
una conversación privada. Ni se miraban cuando se cruzaban por la oficina. Una
relación tensa e incómoda.
Y
aun así, incluso teniéndose esa agresividad profesional, casi irracional,
cuando se unían en un frente común la genialidad de ambos desbordaba dejando
deslumbrados a jefes y clientes.
La
discusión que ahora mantenían podía oírse por toda la fábrica, se filtraban los
gritos de la sala de reuniones, pero
nadie tenía valor para poner orden, ni tan siquiera para interrumpirlos. Eva
quería imponer su criterio, como de costumbre, llevando la causa a su terreno,
pero Roberto estaba convencido de que en aquel proyecto había que darle un giro
de ciento ochenta grados. Como era de costumbre, ninguno daría su brazo a
torcer.
Todo
termino abruptamente cuando él abrió la puerta exacerbado, casi gritándole: — ¡Me volves loco!
A lo
que ella le contestó en forma desafiante:
— ¡Lo sé, es lo que quiero! -
quedándose con la última palabra ante la vista de los jefes, que
atónitos no sabían cómo terminaría el proyecto.
Roberto
cerró la puerta con un sonoro portazo, cruzó la oficina con paso decidido y
gesto visiblemente malhumorado, fue directo al ascensor; se perdió en la noche…
A
los pocos minutos salió Eva de la sala de reuniones.
Sonriente,
victoriosa. La alfombra amortiguaba el
golpe seco de sus pasos. Segura y satisfecha.
Tomó
su bolso, acomodó algunos papeles, mientras miraba desafiante a sus jefes,
encendió un cigarrillo y se encaminó al ascensor
Cuando llegó a la calle, paró un taxi con un gesto
altivo. En apenas veinte minutos estaba en la puerta del hotel Puerto Madero.
Cruzó
el loby decidida, como quién concurre frecuentemente en busca de aventuras, sin
titubeos se mostraba gentil, distendida…, casi excitada.
Al
llegar al noveno piso, golpeó con los nudillos la puerta de la habitación
novecientos once, bajó su rostro en signo de sometimiento…
Al
abrirse la puerta, sintió una mirada plena de ternura que la excitó más todavía.
Eva en silencio no abandonó ese gesto de
sumisión.
Roberto,
la miró fijamente, le tomó entre sus manos el rostro y con una sonrisa
complaciente le murmuró: — Me volves loco.
A lo
que ella le respondió: — Ya lo sé…, es lo que quiero…
No hay comentarios:
Publicar un comentario