Verónica
y Miguel era una pareja anormal, dispar; relacionada de años, pero ahora
fracturada, sin sentimientos, indiferentes, casi ausentes uno del otro. La
continuidad de los estados etílico de Miguel habían producido esa desigualdad
de armonía que el matrimonio supo tener; las borrachera eran continuas y su
abandono total.
Todo
ese cuadro presagiaba, que de alguna forma, parecían predestinados a conocerse
los tres y acabarían enlazando sus vidas de una forma promiscua.
Verónica
era una mujer elegante, de carácter frágil. Sus preciosos ojos azules eran de
tal transparencia, que ella los escondía tras una mirada esquiva, en la certeza
de que eran incapaces de disimular lo que tanto se afanaba en esconder.
Su
origen humilde, había dejado en ella un sentimiento de inferioridad que la hacía
sumisa hasta lo imposible. Siempre intentando agradar los caprichos y desvaríos
de Miguel, un abandonado borracho, de físico imponente y sonrisa sórdida, que
ya había dejado atrás sus mejores años y a sus innumerables conquistas, que ya
empezaban a ser una falsa historia.
La
constante embriaguez de Miguel le impedía percatarse de lo ridículo de su
comportamiento. Con una continua inestabilidad al andar, desalineado, sucio y
con un aliento fétido. Sus celos, su creciente frustración y sus desahogos con
Verónica, se tornaban cada vez más frecuentes, violentos y excesivos.
Aquella
noche comenzó una relación inesperada para Verónica, es más, impensada en una
persona como ella, de una formación tan estricta y bajo un recio control de su
esposo. Fue en una fiesta del pueblo a la que Miguel le gustaba ir para beber
en exceso.
El
marido, más borracho que de costumbre la perseguía con su mirada nublada, su
gesto irritado denotaba que perdía el control sobre ella, sus movimientos, con
quien conversaba, si reía o festejaba; los tragos, uno tras otro le hacían
perder toda perspectiva. Esa sensación
no escapó a Verónica quien se sintió liberada de la mirada estricta de su
marido y se fue apartando de su alcance. Ese fue el comienzo de todo.
Ya
sin la presión de Miguel se propuso a disfrutar la fiesta, se acercó a la barra
con la intención de probar un trago; en ese instante el aroma de un suave
perfume la sobresaltó, hacía tiempo que no disfrutaba de un placer así, giró su
cabeza y sus ojos azules se encontraron con otros verdes, se miraron con cierta
insistencia, no se conocían, se acercaron más con cierta atracción, siguieron disfrutándose
mutuamente en total silencio; al intentar tomar unas copas de la barra se
rosaron con suavidad sus pieles y sonrieron. Miguel, ausente de su entorno caía en un sopor
que le hacía perder todos los sentidos.
El encuentro
fugaz y apasionado continuaba un camino sin retorno, aprovechando el sueño de su marido, Verónica
optó por aceptar la invitación y abandonar el gran salón de la velada hacía un
sitio más reservado; apartarse de la
gente, el ruido y de Miguel; la hizo disfrutar una cierta libertad
incomparable; esa sensación la compartieron en privacidad, el clima se
transformaba y flotaba una armonía que no desperdiciaron, empezaron con
caricias, abrazos, mutuos besos, apasionados; se recostaron sobre la alfombra y
dejaron fluir toda la pasión, desordenada, sensual, oral, sexual.
Así
permanecieron disfrutando ese romance por mucho tiempo a escondidas de Miguel,
había veces que era tal la borrachera de éste que ni se percataba lo que ocurría delante de sus narices,
entonces los cuidados eran menores y los encuentros más prolongados en la casa
de Verónica, inclusive bajo el riesgo de descubrirse.
Fue
así que una noche, Miguel trastabillando grotescamente se encaminó al
dormitorio, abrió la puerta y le gritó a su mujer: - Me pueden dejar la cama que quiero dormir
–
A lo
que su esposa con esa notable obediencia siempre puesta de manifiesto ante los
embates de su marido le respondió: - Si querido, ya salimos, pasa que Ana no se
sentía bien, se recostó un rato y la estoy cuidando -
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