Formaron parte de la infancia de Emilio, es más, diríamos que lo acompañaron durante toda su vida; por años fueron la guardia pretoriana que permanecieron en distintos estantes distribuidos estratégicamente a lo largo y ancho de su habitación, entre libros, banderines, discos, revistas y cuantas cosas acompañaron la infancia de Emilio.
Sus composiciones eran disímiles, algunos,
hidalgos y majestuosos, engalanaban hermosos uniformes azules con rojos
pantalones y en la testa lucían un renegrido morrión, otros más combativos
vestían modesta ropa de fajina, los había quienes montaban briosos corceles y
quienes también componían paradas militares simulando marciales desfiles.
Supieron ser actores de incontables combates,
defendieron posiciones desde insólitos lugares, trepados a macetas, detrás de
patas de viejos sillones, escondidos entre trastos e inclusive llegaron a
permanecer por días olvidados, literalmente enterrados, sobreviviendo
inexplicablemente al tiempo y apareciendo con posterioridad cuando ya se los
daba por desaparecidos en actos de servicios.
Algunos mas beneficiados pasaban sus días en
fuertes o castillos de madera y cartón, inclusive en oportunidades debieron
liar contra una especie que los acosaba y estaba compuesta de una extraña
migración de cowboys, indios y hasta figuras romanas que habían llegado
inexplicablemente a manos de Emilio.
Todos tenían su perfecta ubicación y estrategia
en la vida y la fantasía de este chico, esas figuras lo protegían del mal, de
las pesadillas, de los extraños presentimientos; inclusive algunos elegidos
acompañaban a Emilio a la escuela, compartían, clases, pupitres y recreos; en
más de alguna oportunidad alguno de ellos pasó un mal momento entre pruebas y
exámenes, ya que fueron apretados con fuerza por las manos del joven dentro de
los bolsillos del guardapolvo.
Nunca abandonaron a su amo, algunos fueron
perdiendo la prestancia de sus colores, otros fueron repintados con algún
esmalte de uñas en desuso de la madre de Emilio, pero todos
estaban ahí, estratégicamente ubicados en un
desorden generalizado, pero atentos para entrar en acción a la sola voluntad
del dueño; compartieron días, años, historias y aventuras; lo acompañaron a la
escuela, a jugar al fútbol y hasta en las vacaciones estaban presentes,
supieron recorrer kilómetros, soportaron distintas inclemencias del tiempo,
nunca se quejaron del calor o el extremado frío, siempre estaban prestos, sobre
una repisa, en una caja, o cumpliendo misiones secretas.
Con el paso del tiempo Emilio no los abandonó,
los fue relegando un poco de su relación cotidiana, ahora la escuela secundaria
no era un ámbito propicio para llevarlos, tampoco lo fue con el paso de los
años, cuando debió presentarse a su primer empleo o cuando conoció aquella
jovencita que pasó a ser su esposa; ya las permanencias de esas piezas en las
cajas eran más prolongadas, se habían ganado un merecido descanso, luego de
años de tanta acción y combates.
Los hijos de Emilio comparaban aquellos
pedacitos deformes de plomo que reposaban inertes dentro de las cajas con sus
activas “Playstation” y no podían comprender las historias que les contaba su
padre, no se explicaban como esos trozos de metal podían haberle acompañado la
vida y fabricado tantas fantasías; en distintas mudanzas u ordenamiento de
placares esas cajas fueron casi maldecidas por sus tamaños y pesos; no se
justificaba seguir guardándolas – Si
papá ya está viejo y ni se acordará de esta porquería – pensó uno de los hijos con el
paso de los años.
Emilio ya no comparte instantes con sus hijos,
hace un tiempo dejó este mundo terrenal, la vida se le cargó de años, los años
de dolencias, las dolencias se hicieron crónicas y no pudo soportarlas; sus incondicionales
protectores, vencidos en las cajas no pudieron asistirlo en sus últimos
momentos; paradójicamente, hoy Emilio también yace en una caja y sus soldaditos
terminaron en una fundición al vil precio de “veinte pesos el kilo de plomo”.
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